(...) Ante una circunstancia nueva, el hombre experimentado, que almacena en su memoria ejemplos y contraejemplos de hechos pasados, practica el arte de subsumir esa novedad que se le presenta dentro del esquema de lo ya vivido y experimentado con el fin de repetir el éxito o evitar el fracaso de una acción anterior. Y así la realidad, una vez rebajadas las expectativas excesivas, suele confirmar las que nos restan, más moderadas y "realistas", y el mundo empieza a ser un lugar más o menos previsible, parcialmente gobernable, pasablemente soportable.
De manera que, por un lado, el sometimiento al principio de realidad produce un inevitable desencantamiento del mundo y la expatriación fuera de sus fronteras de esa abigarrada mitología de hadas, duendes, enanos, monstruos y otros pobladores de la conciencia infantil. En la edad madura, al ir juntando experiencias a lo largo de los años, el abanico de las posibilidades efectivas para el hombre se va plegando, las que con propiedad merecen llamarse nuevas disminuyen y más intensa es la sensación de vivir sin sorpresa y por relación a lo ya vivido. Al envejecer, prende en él un cierto taedium vitae, el sentimiento de repetición de lo-mismo acaba siendo dominante, todo futuro es ya pasado y solo le espera el siempre-igual de la muerte. Entonces, abrumado por su exceso de experiencia, descreído, desengañado, nuestro hombre exclama: "Verdaderamente, la vida podría ser de otro modo".
Pero, por otro lado, la vida, tal como efectivamente es, posee también efectos balsámicos, tranquilizadores, sobre ese mismo hombre, como le ocurre a quien despierta de una pesadilla y la vida diurna exorciza demonios que torturaban sus sueños. Es verdad: la vida es completamente siniestra para algunos y para todos en algunos momentos. Pero a la vez la experiencia conjura hipotéticos peligros que sabemos imposibles, o posibles pero raros o no tan raros pero evitables siguiendo reglas susceptibles de aprendizaje. El angustiado niño aprende que sus padres están siempre esperándolo a la salida del colegio; los padres, que la realidad -cuya cruenta naturaleza han experimentado cumplidamente- es, hasta cierto punto, digna de confianza.
Algunos terrores infantiles permanecen largo tiempo en la conciencia adulta amedrentándola. La finitud del mundo es trágica, pero también consoladora. Sin duda, la realidad podría ser de otro modo, pero, tal como es, merece, querido lector, que te arriesgues a vivirla a fondo. Vivere aude!
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